
Bajo la sombra espesa de árboles centenarios y entre los meandros de ríos que se resisten a ser domados, vive el pueblo Bameno, una pequeña comunidad de 145 personas pertenecientes a la nación Waorani. Allí, en lo profundo de la Amazonía ecuatoriana, aún se respira el aire de otra época. No es un lugar donde llegue la señal de GPS, pero sí llegan los ecos de una resistencia silenciosa. Penti Baihua, su líder, camina con otros hombres de la comunidad entre el follaje. Cazan como lo han hecho siempre: con cerbatanas y lanzas, usando venenos preparados con plantas que paralizan a los animales en segundos. No es violencia, es equilibrio. Antes y después de cada cacería, realizan pequeños rituales. Devolver algo a la selva cuando se le ha quitado algo. Respetar lo que da vida. Aunque muchos Waorani han sido absorbidos por los cambios que trajo el contacto con misioneros y el avance del extractivismo, los Bameno siguen firmes. Se niegan a renunciar a lo que son. Saben que no basta con vivir en la selva, hay que saber vivir con ella. Su modo de vida, transmitido por generaciones, es tan frágil como el ecosistema que los rodea. Hoy, su territorio —rico en biodiversidad y esencial para la salud del planeta— está bajo amenaza. La expansión de la frontera petrolera y la deforestación avanzan sin pausa. Pero mientras el mundo parece mirar hacia otro lado, ellos resisten con lo que tienen: su memoria, su lengua, sus flechas, su selva. El pueblo Waorani no vive en el pasado. Vive en su propio tiempo. Y su existencia plantea una pregunta incómoda para el resto del mundo: ¿quiénes somos nosotros para decidir qué civilización merece sobrevivir?






