
Entre la herencia de la colonia, las rutas del narcotráfico y el olvido sistemático del Estado, Buenaventura —el puerto más importante de Colombia— se debate todos los días entre la esperanza y el horror. Es un lugar donde la desaparición forzada se volvió rutina, donde los jóvenes son los primeros en caer, y donde hablar de paz suena casi a provocación. Pero también es una ciudad que insiste, que educa, que transforma, aunque todo esté en contra.

El 10 de abril llegamos como periodistas. Queríamos entender qué significa sobrevivir en un territorio donde más del 60% del comercio marítimo del país se mueve, pero donde las riquezas no se quedan. Caminamos por barrios marcados por la guerra urbana, escuchamos voces que no suelen tener micrófono, y fuimos testigos de cómo la educación —a pesar de todo— sigue siendo una apuesta por la vida.


Buenaventura duele, sí. Duele porque es la prueba viviente de lo que ocurre cuando un país permite que el dinero ilegal escriba su historia. Pero también conmueve: porque en medio de tanto abandono, la gente sigue construyendo vida.

Ese día, un grupo de jóvenes celebraba su graduación en una fundación comunitaria. Muchos de ellos son víctimas del conflicto armado. Otros crecieron entre fronteras invisibles y ráfagas de fusil. Pero todos decidieron aprender, crear y resistir. Entre talleres de memoria, arte urbano y liderazgo, están levantando un nuevo relato, uno que no niega el dolor, pero que no se deja definir por él.

Y sin embargo, hay quienes insisten. Organizan, siembran, enseñan. No porque crean que van a ganar, sino porque rendirse sería traicionar a los que ya no están.

Bolivia Aramburo y Regina Valencia conocen ese dolor en carne viva. Son dos de las madres de los Doce de Punta del Este, doce jóvenes asesinados en una de las masacres más oscuras de Buenaventura. No había razones. Solo terror. Desde entonces, ellas no han dejado de buscar justicia, de contar la historia, de sostener la memoria cuando el resto del país parecía más cómodo olvidando. Sus voces, quebradas pero firmes, son prueba de que el duelo puede convertirse en resistencia.

Porque en Buenaventura, el mar no es solo mar. Es fosa, es frontera, es negocio. Y mientras el puerto sigue moviendo millones, hay barrios enteros que sobreviven sin agua, sin luz, sin tregua.

Aquí no se sueña con el futuro. Aquí se sobrevive al presente. Y eso también es un crimen.
