Fordlandia, la ciudad utópica que alimentó el sueño de Henry Ford en pleno Amazonas
Entre 1928 y 1945, el fundador de Ford vislumbró, en la jungla, un paraíso en el cual se le haría culto a los “valores americanos”; la ilusión terminó con un fracaso histórico y un pueblo en ruinas.
SAO PAULO, Brasil
Por: Federico Cornali
El anuncio del cierre de las tres fábricas de Ford en Brasil, como parte de la reestructuración global de la empresa estadounidense, se recibió como un duro golpe de comienzo de año para la industria local que, con esta salida, perderá 5.000 empleos.
Esta confirmación supone una derrota para el Gobierno liderado por el presidente Jair Bolsonaro, ya que la automotriz concentrará la producción sudamericana en los países vecinos, Argentina y Uruguay. “Ford debería decir la verdad: lo que ellos pretenden son subsidios. ¿Quieren que el dinero de los impuestos que ustedes pagan sean destinados a subsidiar la construcción de vehículos?”, dijo el mandatario de ultraderecha cuando fue cuestionado sobre la situación
Si bien otras compañías llegaron después, Ford fue la primera empresa automovilística de gran porte que se instaló en Brasil, y su salida actual le baja el telón a una alianza de 101 años. En el país, apenas restará una sede regional. Las plantas ubicadas en Taubaté, en el estado de Sao Paulo, y Camaçarí (Bahía), ya detuvieron definitivamente la producción, mientras que la última que se mantiene en pie, en Horizonte (Ceará), operará hasta el final de 2021.
Ver también: Las críticas que recibe el Gobierno de Brasil por el cierre de las fábricas de Ford
La centenaria historia de Ford en Brasil incluye un episodio exótico y nostálgico. Menos de una década después de su desembarco en el país, en 1919, Henry Ford, el revolucionario fundador de la automotriz del óvalo, llevó a cabo la creación de una ciudad en el Amazonas más profundo, a orillas del río Tapajós. A esa utopía se la llamó Fordlandia.
En 1928, Ford, quien además es considerado como uno de los pioneros de los métodos de producción industrial de los Estados Unidos, puso en marcha un plan para garantizar su propia producción de caucho, material que utilizaba en la fabricación de neumáticos y autopartes como mangueras, válvulas y tapones.
En dos embarcaciones llegaron, siempre por las aguas turbias del Tapajós, muebles y materiales de construcción. Después, se fueron abriendo caminos de concreto iluminados por lámparas y, en el medio, casas prefabricadas en Michigan le daban forma a la Villa Americana, el lugar que el empresario creó exclusivamente para que residieran los empleados estadounidenses de la compañía.
En Fordlandia se fueron construyendo, a toda velocidad, hospitales, escuelas, una piscina comunitaria, tiendas comerciales, restaurantes y hasta un salón de entretenimiento. Todo a imagen y semejanza de las reminiscencias que Ford traía de su infancia en el Medio Oeste de Estados Unidos.
“De un lado, veías al industrial que había perfeccionado las líneas de montaje y dividido el proceso de fabricación en componentes cada vez más simples. Del otro lado, estaba la famosa cuenca del Amazonas, abarcando nueve países, un tercio de Sudamérica, un lugar salvaje y diverso”, describe el historiador estadounidense Greg Grandin en su libro “Fordlandia: Ascensión y caída de la ciudad olvidada de Henry Ford en la selva”.
Para los periódicos norteamericanos de la época, Forlandia era “una lucha titánica entre la naturaleza y el hombre moderno”. Inclusive, el Washington Post afirmaba que Henry Ford estaba llevando “la magia del hombre blanco para el mundo salvaje”.
Las aspiraciones de Ford a la hora de levantar Fordlandia en uno de los rincones más misteriosos del mundo tenían relación con el desencanto que el empresario sentía hacia la “sociedad grosera” que había emergido del capitalismo industrial (que él mismo ayudó a impulsar).
Es por eso que en esta ciudad el magnate soñaba con construir un rincón donde se respetaran los que consideraba como los “valores americanos”. Tal vez por eso en Fordlandia estaban prohibidas las bebidas alcohólicas y la jornada de trabajo se cumplía, rigurosamente, desde las 9hs hasta las 17hs, sin tener en cuenta el calor y la humedad que desde siempre han reinado en el Amazonas.
En sus horas libres, los ciudadanos de Fordlandia se dedicaban a la jardinería, al golf y al baile estilo “country” norteamericano. También había concursos de poesía donde destacaban los empleados brasileños. En los jardines maternales la leche ofrecida era de soja, porque Ford no consumía leche de vaca. “Ford tenía más de 60 años cuando fundó Fordlandia, y este asentamiento fue el ‘summum’ -grado máximo- para toda una vida de concepciones osadas sobre cómo organizar de la mejor manera una sociedad”, explica Grandin en su libro
Sin embargo, “la magia del hombre blanco” comenzó a desvanecerse de a poco ante la imponente fortaleza amazónica. En 1930, una violenta huelga de trabajadores forzó a los directores de la empresa a huir en barco por el Tapajós; a su vez, suplicaron por el envío de militares brasileños para controlar el área. Por otro lado, las tasas de mortalidad por malaria y fiebre amarilla eran altísimas y la violencia no paraba de crecer. Además, la comida solía llegar a los platos de los empleados en mal estado, lo que acarreaba un sinfín de problemas.
Las plantaciones cercanas a Fordlandia se quemaban de forma improductiva, desperdiciando miles de hectáreas de tierra. “En vez de una ciudad virtuosa brotando entre el verdor de la Amazonia, los comerciantes locales comenzaron a abrir burdeles, casinos y bares”, cuenta Grandin en su material.
Ya en sus dos primeros años, la ciudad tuvo varios gerentes. La mayoría no conseguía adaptarse y sufría crisis nerviosas. En los casos más drásticos, uno de ellos se ahogó en el río al perderse en medio de una tempestad y otro decidió retirarse de la utopía amazónica tras la muerte de sus tres hijos por enfermedades tropicales. El clima, que ayudaba al crecimiento de árboles fuertes y enormes, también favorecía la llegada de todo tipo de calamidades. Inclusive, una plaga devastó la plantación de la ciudad amazónica y Fordlandia debió mudarse a un terreno cercano, llamado Belterra.
La aventura duró casi dos décadas y costó decenas de millones de dólares. El propio Henry Ford nunca recorrió el trayecto de 18 horas en barco que aún hoy se hace necesario para llegar a Fordlandia y falleció en 1947, a los 83 años.
Por su parte, Getulio Vargas, quien fuera presidente de Brasil en dos períodos (entre 1930 y 1954), sí llegó a visitar la región de Fordlandia y Belterra, donde dio el puntapié inicial para un ambicioso proyecto de desarrollo de la región Norte. Finalmente, los estadounidenses abandonaron la Amazonia en 1945, sin llevarse nada. “Adiós, nos volvemos a Michigan”, escribe Grandin en su recopilación histórica
El sueño de Ford de domar el capitalismo industrial y el salvajismo amazónico entró a la historia por su fracaso estrepitoso y como un símbolo de arrogancia. Si bien ya no queda casi nada del campo de golf Winding Brook ni del hospital de cien camas diseñado por el prestigioso arquitecto Albert Kahn, aún se mantienen en pie varias casas imponentes, al “estilo americano”, conservadas por los ocupantes ilegales que allí residen. La Palm Avenue, principal calle de Fordlandia, se convirtió en el paraíso de cientos de saqueadores, que se llevaron hasta las perillas de las puertas.
Actualmente, 2.000 personas viven en la ciudad creada y abandonada por Ford, en medio de las ruinas del sueño montado hace más de un siglo. Entre los habitantes de Fordlandia hay descendientes de los trabajadores que allí se establecieron en el siglo XX y nuevos migrantes llegados desde otras partes de Brasil que se ocupan de la agricultura y de la cría del ganado (cebú, en su mayoría)
“Ford, el hombre que al comienzo de la década de 1910 ayudó a liberar el poder de la industrialización para revolucionar las relaciones humanas, pasó la mayor parte de su vida intentando meter al genio de nuevo dentro de la botella, para contener la ruptura que él mismo provocó, solo para vivir inevitablemente frustrado”, concluye Grandin.
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