
CARACAS, Venezuela
Por Andreína Itriago
CARACAS, Venezuela
El reloj marcaba las 9:45 a.m. cuando, tras seguir decenas de carros y camionetas, por varias calles y avenidas, conseguí el final de la fila para echar gasolina. Me ubiqué detrás de una camioneta, apagué el motor y bajé los vidrios.
Estaba en la urbanización Chulavista, al sureste de Caracas, a unos dos kilómetros y medio de distancia de la estación de servicio en la que echaría gasolina, ubicada en la avenida principal de la urbanización Las Mercedes. Entre los dos puntos había una tercera urbanización: Bello Monte. Y a las tres las unía una cadena de al menos 350 carros.
Ahí supe que a Caracas le había llegado el turno de vivir lo que desde hacía meses me contaban amigos y familiares desde distintas regiones del país: colas de horas y hasta días por unos pocos litros de combustible. Y recordé, también, lo que tantos expertos advertían sobre la escasez de gasolina en este, un otrora país productor y exportador de petróleo, y sobre cómo el coronavirus había llegado en el momento preciso para guardar a todos en casa y ocultar la agudizada crisis.
Pero en un valle como Caracas, aún en cuarentena, es necesario combustible para llegar desde algunas zonas a los supermercados o farmacias más cercanos. Y, en una situación como esta, en la que el deteriorado sistema de transporte subterráneo –que además no comunica a toda la ciudad– está restringido para uso exclusivo de las áreas prioritarias; y en la que el igualmente destruido sistema de transporte superficial funciona en su mínima capacidad, con horarios limitados, resulta necesario tener algo de gasolina.
Al pasar por la estación de servicio, mi acompañante y yo vimos que la fila estaba completamente detenida porque la estaba surtiendo un carrotanque. En los primeros puestos había camiones de hortalizas, cuyos conductores aseguraban estar ahí desde el día anterior, cuando la estación se quedó sin combustible. Supusimos, pues, que tomaría un tiempo para que empezara a rodar la fila. Pero por más de una hora, el movimiento se limitó a los pocos metros que dejaban vacíos algunos desertores.
El día anterior, una fila mucho más corta nos había espantado. Esta vez decidimos quedarnos porque supusimos que al día siguiente estaría peor, como efectivamente sucedió. Además, antes de llegar a este punto, habíamos recorrido otras cinco estaciones de servicio, en los dos municipios en los que pudimos circular sin salvoconducto, y todas estaban cerradas.
Cuando llevábamos ya dos horas de cola, y apenas habíamos avanzado unos 100 metros, pasó una patrulla de la policía municipal. Mediante altoparlantes, exigían el uso de tapabocas y permanecer dentro de los vehículos. Advertían que solo se estaba surtiendo con 20 litros, exclusivamente a aquellos con autorización oficial. Repetían el recorrido y el mensaje cada dos horas.
Pero nadie se movía de la fila. La mayoría de mis compañeros de fila no tenía salvoconducto. Había algunos médicos que decían que los suyos igual no eran tomados en cuenta, como los de la prensa. Y justo detrás de mí, en una camioneta negra, había un hombre que aseguraba ser funcionario de la Policía, pero iba vestido de civil.
Algunos vecinos curiosos de la tranquila zona residencial bajaban de sus edificios o casas a preguntar qué estábamos esperando. Cuando escuchaban que la fila era para echar gasolina en Las Mercedes, se sorprendían y aseguraban que era primera vez que llegaba hasta ese punto.
Transcurridas tres horas, el avance seguía siendo lento. La gente hacía distintos cálculos. Algunos aseguraban que con los 38.000 litros de capacidad de un carrotanque eran suficiente para llenar los tanques del doble de carros que se estimaba había en la fila. Otros decían que la cantidad suele ser suficiente para el normal funcionamiento de una estación de servicio de alta circulación, como a la que esperábamos llegar, durante dos o tres días. Descartaban, pues, que se hubiera acabado la gasolina.
Decidí descender a pie por la montaña, hasta la primera avenida de la ruta, para averiguar qué estaba pasando, también para comprar algo de agua, pues en nuestra inexperiencia en este tipo de filas, no habíamos llevado y el calor comenzaba a arreciar.
En el recorrido pude ver carros accidentados: algunos sin gasolina y otros sin batería, y cómo los conductores se ayudaban a unos y otros. Y a medida que bajaba preguntaba la hora en la que habían llegado, y vi cómo el horario iba disminuyendo de las 9:00 a.m., los que estábamos más arriba, a las 3:30 a.m., los que estaban en la avenida a la que llegué. Allí conseguí agua potable y pude conocer que el retraso se debía a que solo habían habilitado cuatro surtidores de los doce que tiene la estación.
En el camino de regreso, pude ver a personas que intentaban meterse en la fila, y cómo entre los afectados inmediatos los sacaban a gritos y cornetazos. Y mientras iba subiendo de nuevo la montaña escuché cómo todos comentaban la noticia del momento: la acusación por parte del Departamento de Justicia estadounidense hacia 14 altos funcionarios del régimen, incluido Nicolás Maduro.
La fila había rodado y conseguí mi carro más cerca. A partir de ese momento, entre las noticias, que se sucedieron unas a otras, la espera fue más leve. Ya en la avenida vi cómo una mujer aprovechaba para vender mascarillas: una por 60.000 bolívares, o el equivalente a unos 70 centavos de dólar, de acuerdo con el promedio de tasas de cambio no oficial del día, y tres por 150.000, o casi dos dólares. Otro hombre ofrecía limpiar parabrisas mientras uno más fungía como fiscal de tránsito. Esperaban recibir alguna propina.
Y justo cuando nos acercábamos a nuestro destino, la fila se detuvo, de nuevo, por completo. Así estuvimos por casi una hora. Entonces decidí caminar nuevamente, esta vez hasta la estación de servicio, para averiguar qué estaba pasando. Varios habían hecho lo mismo que yo y sostenían discusiones con los funcionarios de la Guardia del Pueblo que supuestamente resguardaban el orden, pues habían trancado completamente el paso a nuestra fila, y estaban permitiendo el paso hacia la estación de servicio de decenas de carros con supuestos salvoconductos.
Eran, principalmente, personas acompañadas de algún funcionario de los cuerpos de seguridad del Estado. Una mujer mayor documentó con su teléfono celular el atropello y la guardia se lo arrebató, le borró toda la memoria y la amenazó con llevársela detenida.
De pronto, abrieron nuevamente el paso a los que llevábamos horas de espera. Y, pasadas las seis horas y media de cola, finalmente pude echar los 20 litros que me correspondían, sin necesidad, aún, de mostrar algún salvoconducto.
En las regiones del interior del país, sin embargo, la ya crítica situación ha empeorado y aseguran que solo los cuerpos de seguridad del Estado están autorizados para surtir, pues ni siquiera los médicos, con esta contingencia, pueden hacerlo. Y entonces la gente se ve obligada a recurrir a un mercado paralelo, controlado por militares, en el que cobran cinco litros de gasolina en diez dólares, cuando con un billete de 500 bolívares, o el equivalente a 0,006 dólares, se llena un tanque completo y se le deja propina al bombero.
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