Latinoamérica, la tierra prometida para la industria de la comida ultraprocesada
Las empresas alimenticias del mundo tienen en su poder un arsenal de azúcar, colores artificiales, aromas y sabores con los que le crean hábitos y conexiones placenteras a los adictos a la comida ultraprocesada de la región.

BOGOTÁ, Colombia
Por: Santiago Serna Duque
La Amazonía arde. Unos 73.850 focos de calor han incinerado más de 700.000 hectáreas de bosque en tres semanas. Hasta la fecha, hay cerca de 100.000 indígenas damnificados y 506 pueblos nativos en peligro de extinción, según explicó la Comisión de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas.
Comunidades que, de paso, y además de los riesgos que conllevan los fuegos producidos por la temporada de sequías y la tala indiscriminada de árboles, suman otra problemática a su territorio generada por el “triunfo de la macroeconomía”: la pérdida de la soberanía alimentaria.
Desde hace cinco años, un barco tatuado de proa a popa con publicidad de la multinacional suiza Nestlé navegó los cauces del Amazonas con una única misión: conseguir entre las comunidades raizales adyacentes al río los nuevos clientes para sus alimentos ultraprocesados.
La nave, bautizada Nestlé a bordo, surcaba dicha vía fluvial ofreciendo enlatados, galletas, leche en polvo, leche en cartón y otros productos a los lugareños que no podían acercarse a las grandes ciudades para comprar, digamos, una “barrita de Nesquik”.
Tras conocerse la noticia de que una compañía de Europa Central pretendía adoctrinar los paladares indígenas, el público “del Primer Mundo” puso el grito en el cielo -o en las aguas, en este caso- y se cuestionó: “¿No se consigue en esta zona del planeta la comida más natural posible? ¿Hasta dónde es capaz de llegar la industria alimentaria para empujar su consumo?”.
Lo anterior es narrado en detalle en el libro “Mala Leche”, texto con el que la periodista y escritora Soledad Barruti desanda el camino abierto por la industria de los ultraprocesados en América Latina.
“Somos una tierra prometida -dice Barruti-, porque somos un continente joven y bastante empobrecido, pese a la riqueza increíble que tenemos en cultura y territorio. En Latinoamérica existen recursos económicos que se pueden utilizar en el consumo de cosas baratas. En ese sentido, la comida se propone como un bien de consumo y las empresas logran instalarse de una manera muy poderosa en nuestra región. Por otro lado, en América Latina también se les permite explotar territorios periféricos y remotos”.
Estas condiciones permiten que las industrias lleguen a lugares como el Amazonas y desconozcan su cultura alimentaria raizal, explica la reportera argentina que viajó cinco años por Latinoamérica para su investigación.
Con una estructura ambiciosa, las grandes marcas -Coca Cola, PepsiCo, Unilever, por mencionar algunas-, amparadas por enormes capitales, lideran una cruzada que luce como una oferta cargada de valor con la premisa de ser “algo nuevo”. En este marco, los nuevos consumidores las desean porque son fáciles de consumir y se presentan como una novedad.
“Cuando aparecen planes sociales con recursos para comprar alimentos -comenta Barruti-, lo primero que buscan las personas son las marcas. Esto es aprovechado por las compañías, las cuales hacen acuerdos con los gobiernos para instalar sus plantas y mercados en espacios donde los vendedores son a su vez consumidores. Eso es algo terrible”.
Este círculo vicioso, en pequeñas y grandes comunidades del continente, sirve como caldo de cultivo para elevar los índices de obesidad, diabetes y distintos tipos de cáncer relacionados con la alimentación. “Es el resultado, en perspectiva, de una salud cada vez más erosionada”, alerta Barruti.
Según el estudio “Alimentos y bebidas ultraprocesadas en América Latina: tendencias, efecto sobre la obesidad e implicaciones para las políticas públicas”, de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), entre el 2000 y 2013 hubo variaciones importantes en el consumo de estos alimentos en Norteamérica y Europa Occidental. “El crecimiento total de las ventas en volumen no fue muy notable y empezó a descender en el 2012. La participación de estas dos regiones en el mercado mundial disminuyó 9,1% y 3,4%, respectivamente”, subraya el informe.
Por el contrario, “los cambios en el volumen de ventas de bebidas gaseosas en la región fueron notables. En el 2000, las ventas totales eran de USD 61.000 millones en América del Norte (Estados Unidos y Canadá) y de USD 38.000 millones en Latinoamérica”.
Sin embargo, para 2013, la situación se transformó. “Las ventas en Norteamérica entre 2000 y 2013 aumentaron en 25%, hasta llegar a USD 76.000 millones, habiéndose estabilizado e incluso empezado a declinar para 2012”, señala la OPS.
En contraste, los números en América Latina se duplicaron en el mismo periodo de tiempo y superaron los del norte del continente, con una cifra de USD 81.000 millones. De 2000 a 2013, las ventas de estos productos crecieron continuamente en Bolivia (+151%), Uruguay (+145%) y Perú (+121%).
Por año, México es el país de la región con mayor consumo de comestibles altos en grasas, azúcar y aditivos: 214 kilos por persona.
Todo esto confirma, como indica Barruti en su libro, que el mercado de los ultraprocesados en el hemisferio sur es potencial.
“En nuestros países es muy complejo frenar el daño producido por las industrias de alimentos ultraprocesados -explica Barruti-. Porque existe un gigante negocio a su alrededor, donde los gobernantes juegan un rol fundamental". Ahí la cosa se complica y detener su avance, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, parece un trabajo quimérico.
La penetración de los productos ultraprocesados en el sur del continente está relacionada directamente con las débiles políticas públicas en las naciones latinoamericanas.
Desde los años ochenta, remarca la OPS, “se ha promovido el flujo internacional de capitales y comercio, la entrada extranjera en los mercados nacionales y la desregulación de los mismos. Tales políticas han permitido el rápido ascenso de las empresas multinacionales que fabrican, distribuyen, abastecen y venden al menudeo. Cuando los gobiernos nacionales adoptan políticas de desregulación de mercados y medidas fiscales que favorecen a las grandes industrias alimentarias, la producción, las ventas y el consumo de productos ultraprocesados tienden a aumentar”.
Estas mercancías problemáticas para la salud, compuestas por ingredientes sin fibras ni nutrientes naturales y sin un vínculo real con la tradición alimentaria, detonan estímulos posteriores a la ingesta de dulces y grasas, lo que dispara una fiesta de neurotransmisores en el cuerpo que no es lejana al efecto de la droga en un adicto.
Todo este sistema de recompensa al servicio de una industria, y de una matriz que busca dependientes, está potenciado por una necesidad de placer y excitación sensorial que se siembra en el consumidor desde niño.
“Los niños son los clientes predilectos de las marcas. Agarrar a un menor de edad lo antes posible y provocar en él una expectativa de goce y un gusto adquirido acorde a los estímulos que estos comestibles y bebidas proporcionan es la mejor estrategia para garantizar un cliente a futuro”, le expresa Barruti a la Agencia Anadolu.
Las marcas cuentan con una artillería pesada para crear estos hábitos. La combinación de fórmulas adictivas y eficaces en las preparaciones son asociadas, por supuesto, con la publicidad. No les permiten a los niños discernir entre el marketing y la información relevante.
Les hacen establecer vínculos estrechos con personajes ficticios como “el tigre Tony de Zucaritas o el elefante Melvin de los Choco Krispis”, que luego aparecen en las redes sociales y hacen su trabajo.
En el mundo digital ocurre una especie de acorralamiento que cierra el cerco a través de una sociedad que todavía ve a estos productos como algo inofensivo. “Nada como el olor a Zucaritas cuando abres la caja. Y cuando las sirves... Ufff Grirriquísimas (sic)”, ruge el tigre Tony.
“Con la capacidad que tiene un ser humano de relacionarse con sus alimentos, está todo creado para arrinconar a las nuevas generaciones y ponerlas al servicio de marcas que destruyen cualquier forma de sutileza”, apunta Barruti.
Antes, dice la autora, un comercial de televisión tenía un alto costo para las compañías. En la actualidad, las empresas cuentan con departamentos dedicados a pensar en serie 15 videos por día para redes sociales y los viralizan a través de sus influenciadores. “Estos últimos son una pesadilla para las personas que queremos pensar en emitir otro tipo de mensaje”, cuenta la periodista nacida en Buenos Aires.
“Por muy poca plata una empresa, por medio de un ‘influencer’, tiene 100.000 seguidores. El personaje ‘postea’ una foto de su hijo con determinado yogurt y, milagrosamente, este producto pasa a ser algo de confianza para las personas que lo siguen. Forman una suerte de marketing de guerrilla”, expone Barruti.
La publicidad, que antes valía millones en televisión, hoy en día les habla a los niños desde los celulares o las “tablets”.
Para hacer frente al daño de los ultraprocesados en Latinoamérica, un equipo epidemiológico de la Universidad de Sao Paulo, Brasil, liderado por el profesor Carlos Monteiro, presentó una investigación que clasifica a los alimentos a partir de su procesamiento y advierte cuáles son los más nocivos.
A grandes rasgos, se trata de unos sellos frontales similares a los que aparecen en los paquetes de cigarrillos y dicen, por ejemplo,“¿Ojos amarillos? Puede ser cáncer de páncreas”.
“Es un sello que produce una advertencia clara para las personas. Le anticipa al consumidor: ‘no compre esto porque tiene alto contenido de azúcar, de sal, de grasas agregadas. El sello genera un efecto de impulso contrario al de la compra. Este tipo de advertencias son una política pública que adoptó Chile y Perú, y que aplicará Uruguay en 2020”.
La iniciativa del profesor Monteiro viene acompañada de retirar personajes ficticios -como el famoso elefante de Kellogg’s que, por coincidencia, bajó de peso en su última versión- en la publicidad dirigida a los menores.
Cabe destacar que, en los países donde se implementó esta política, los productos marcados con la advertencia de “ultraprocesados” no pueden ser vendidos en escuelas ni en entornos escolares. Los niños tampoco los pueden llevar en la lonchera.
En definitiva, concluye Barruti, “lo problemático de la alimentación no es que tengamos que empezar a ver cuántas proteínas tienen las cosas, el problema está en cómo identificamos fácilmente qué es un alimento y qué no lo es”.
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